SANTO JUAN BAUTISTA SCALABRINI
SCALABRININI, UN SANTO PARA LOS MIGRANTES
De Gian Antonio Stella (Corriere della Sera)
El domingo 9 de octubre será canonizado en la Basílica de San Pedro el apóstol de los trabajadores obligados a abandonar su patria: Juan Bautista Scalabrini, el obispo que luchó contra la miseria y la explotación
Scalabrini escribió: “Visité ciudades populosas y comunidades nacientes, campos abonados por el trabajo y suelos inmensos no tocados por la mano del hombre, conocí emigrantes que habían tocado el umbral de la riqueza, otros que vivían en la comodidad, mas la inmensa mayoría vive en la pobreza, luchando por sus vidas contra los peligros del desierto, las asechanzas de los climas insalubres, contra la rapacidad humana, solos en un gran abandono, en la escasez de todas los consuelos religiosos y civiles y de todo; sentí sus corazones latir al unísono con los míos…”.
El domingo 9 de octubre por la mañana, en San Pedro, ciento diecisiete años después de haber enviado al Papa Pío X su extraordinaria "Memoria para el establecimiento de una comisión pontificia Pro emigratis catholicis" de 1905 con la historia de algunos de sus viajes entre los italianos dispersos en todo el planeta, Juan Bautista Scalabrini se convertirá en santo. ¿Justo ahora que el tema de la inmigración y el “bloqueo naval” contra los migrantes invocado por la derecha vuelve a estar al rojo vivo? Vanas sospechas: la beatificación del obispo de Piacenza, conocido en todo el mundo por haber fundado las congregaciones de misioneros "scalabrinianos" y haber sido quizás el primero en tener una idea clara y global del fenómeno, fue celebrada en 1997 por el Papa Wojtyla y ya por décadas "L'Osservatore Romano" dedicó páginas de admirada devoción al "Apóstol de los Emigrantes". Pero seguro que el Papa Francisco, hijo de emigrantes, vivirá esta canonización con una gran emoción.
De hecho, el nuevo santo fue uno de los primeros en teorizar, como muestra un pasaje de la Antología: una voz viva (scalabriniani.org/giovanni-battista-scalabrini-scritti), el "derecho natural" de los hombres a emigrar. Una tesis propuesta a finales del siglo XIX también por anarquistas como Francesco Bertelli ("La casa es de los que viven en ella / es un cobarde el que la ignora / el tiempo es de los filósofos / lo tierra para los que trabajan”), pero quizás nunca resumido con la profundidad y la fe como el obispo Scalabrin.
Scalabrini hablaba de "nuestros" emigrantes. Estaba enfadado con los que se interponían en el camino del sueño del "caza fortuna" en otros lugares como los pobres cristos que se agolpaban en la estación de Milán: Sobre sus rostros bronceados por el sol, surcados por las arrugas precoces que suelen imprimirles las privaciones, se transparentaba el tumulto de los afectos que agitaban en ese momento su corazón. Eran viejos encorvados por la edad y los esfuerzos, hombres en la flor de la virilidad, mujeres que traían consigo o llevaban en los brazos sus niños, jovencitos y jovencitas todos hermanados por un sólo pensamiento, todos dirigidos hacia una meta común.
Eran emigrantes. Pertenecían a varias provincias del Norte de Italia y esperaban con temor que la locomotora los llevara a orillas del Mediterráneo y desde allí a las lejanas Américas, donde esperaban encontrar menos adversa la fortuna y menos ingrata la tierra a sus esfuerzos.». Se mostró molesto con los terratenientes "preocupados por esa repentina falta de trabajadores, que se traducía en un aumento de salarios para los que quedaban" que elevaban "sus quejas ante el Gobierno" para obtener medidas "que curen y circunscriban esta enfermedad moral, esta deserción, que despoja al país de trabajadores y capitales fructíferos».
Solicitudes inaceptables para Scalabrini. Al bloquear la emigración se “viola un derecho humano sagrado” ya que “los derechos humanos son inalienables y por lo tanto el hombre puede ir a buscar su bienestar allí donde haya más posibilidades disponibles”. Por si fuera poco, argumentó, "la emigración, una fuerza centrífuga, puede convertirse, cuando está bien gestio-nada, en una fuerza centrípeta muy potente" capaz de "ganancias inmensas". Tesis que, en 1901, dos años después del linchamiento de once italianos en Tallulah, Luisiana, también le había expresado a Theodore Roosevelt: la inmigración era un recurso extraordinario, un verdadero regalo para un país que crecía como Estados Unidos.
Nacido en Fino Mornasco en 1839 en el seno de una familia muy católica, "candidato al sacerdocio" desde muy joven, asistió al seminario durante los años del Resurgimiento hasta el punto de dejarlo con algunas dificultades, como escribió el historiador Matteo Sanfilippo, en el "equilibrar pertenencia nacional y pertenencia religiosa", sacerdote a los 24 años con "el sueño de ir a las Indias para evangelizar a los infieles", pero retenido por el obispo de Como con el nombramiento como profesor y vicerrector (luego rector), obispo de Piacenza a los 36 años, logró hacerse querer como pocos con gestos pasados a leyenda. Resumido en 1980 por Raimondo Manzini, en el "L´Osservatore Romano", en pocas líneas: "Él vendió la pareja de caballos de su carruaje diciendo que el obispo muy bien puede caminar; enajenó el cáliz de oro para sustituirlo por uno de estaño o latón, vendió las piedras de su cruz para redimir las prendas de unos pobres de la casa de empeños Monte de Piedad. “Si sigue así morirá en la paja”, le dijo un familiar suyo. "No estaría mal", respondió el obispo, "ya que Cristo quiso nacer sobre un pesebre de paja".
No hace falta decir que en el mundo de sufrimiento de la emigración italiana, Scalabrini logró tocar el corazón de todos. Por supuesto, él no fue la única figura prominente entre nuestros misioneros en el extranjero. Baste recordar a Francisca Xavier Cabrini de Lodi, infatigable fundadora de las Misioneras del Sagrado Corazón de Jesús y canonizada en 1946 como la primera santa americana, patrona de los emigrantes. O la legendaria María Rosa Segale, llevada a América cuando tenía cuatro años, que se hizo famosa como Sor Blandina en el Lejano Oeste -Far West- (los diarios de la época le dedicaban inolvidables retratos) por haberse detenido en la entrada del pueblo de Trinidad, Colorado, al furioso Billy the Kid decidido a hacer una masacre. Pero, quizás nadie, sin embargo, con su amigo Geremia Bonomelli obispo de Cremona, haya pesado tanto en la historia de la emigración italiana. Empezando por la insistencia en la necesidad del Estado italiano, distraído si no indiferente (aparte de la imposición del servicio militar), de hacerse cargo del problema de la migración italiana. Y ya desde 1888 en la batalla contra un proyecto de ley que “sancionaba la concesión a los llamados “agentes de emigración” para enrolar gente para que migraran, lo que significaba legalizar la plaga de los llamados “mercantes de migrantes”, que contrataban, haciendo pagándoles tarifas exorbitantes y exponiéndolos a condiciones miserables, situaciones prohibitivas y a un conjunto de peligros, a esos trabajadores agrícolas e industriales, que buscaban el pan más allá de las fronteras de la patria». Pan que, escribió el obispo de Piacenza citando a Dante, sabía a sal y "bañado de lágrimas".
Scalabrini perdió esa batalla. Pero tenía razón. Y trece años después, el gobierno y el Parlamento se vieron obligados a dar marcha atrás, admitiendo en el informe a una nueva ley: “Todos nos equivocamos en 1888 y no entendimos entonces que se necesitaban medidas en materia económica y social; no sólo ni principalmente de la policía: lo que hay que buscar es la inviolabilidad de la persona del emigrante, expuesta a tantas ofensas, a tantos sufrimientos; hasta ahora y con demasiada frecuencia el emigrante era el medio o el instrumento para enriquecer a los que supuestamente estaban a su lado bajo el pretexto de prestarle un servicio”.
Palabras que parecen escritas ayer por la mañana contra los traficantes libios, los terratenientes abusivos que amontonan a los inmigrantes en tugurios fétidos, los asquerosos mafiosos que se aprovechan de hombres y mujeres que, como diría san Juan Bautista Scalabrini, "son atraídos (aquí abajo) por vanas esperanzas o por falsas promesas, encontraron un sin número de angustias, abandono, hambre, y no pocas veces la muerte, donde creyeron encontrar un paraíso».